Juan Pablo II no tenía sólo amigos; algunos sectores progresistas católicos no le perdonan haberlos apartado con mano firme de la Iglesia y sostienen que el futuro beato no fue igual de intransigente con los curas acusados de abusos sexuales ni con los eclesiásticos que los encubrieron en su momento.
La elección de Karol Wojtyla en 1978, con sólo 58 años, despertó esperanzas en medios progresistas: ¿podría un papa moderno y juvenil abrirse a las ideas de la revolución cultural de los años 60? La respuesta llegó con rapidez. Si bien se oponía a conceptos tradicionales anticuados resultó ser un pontífice contrario al “relativismo cultural”, un defensor acérrimo de la doctrina de la Iglesia frente a los llamados “desvíos” del Concilio Vaticano II. Para muchos expertos, el haber vivido bajo la opresión del régimen comunista en Polonia lo convirtió en un anticomunista, que temía la influencia del marxismo en la Iglesia: estaba impregnado de los valores conservadores de la iglesia eslava.
Esa postura desató un verdadero batallón de críticos, que le reprochaban su buena relación con dictadores, como el chileno Augusto Pinochet. Igualmente le recriminaban que aislara dentro de la Iglesia al obispo salvadoreño Óscar Romero, asesinado por paramilitares en 1980. “Deben tener una mejor relación con los gobiernos de sus países”, increpó el Papa en 1979, cuando la mayoría de los países de América Latina estaban siendo gobernados por dictaduras militares o regímenes de derecha, un discursó que lo alejó de la Teología de la Liberación.
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