“Cada año aumentan los visitantes, sobre todo jóvenes”, afirma la artesana Victoria Choque mientras arregla su venta de casitas, maletitas y billetitos en la cima del Calvario de Copacabana, a 120 metros de altura, desde donde se ve la playa llena de barcazas y las calles repletas de gente.
El pueblo, cuyo Santuario recibe a miles de personas los viernes santos de cada año, otra vez ha sido rebasado por la ingente llegada de visitantes, entre turistas y peregrinos, que arriban en motorizados de transporte público o en vehículos particulares.
Ya a la medianoche no hubo descanso en las calles aledañas al Cementerio General de La Paz, de allí partían los motorizados a esa población, luego de vender cada pasaje en 25 bolivianos.
Buses y minibuses salían con familias equipadas de abrigos, frazadas, dulces, refrescos y galletas; y con grupos de amigos -algunos con copas encima- atentos al afán de su feriado y de sus promesas a la Virgen.
En la plaza de San Pedro de Tiquina, a orillas del lago Titicaca, algunas personas pernoctan en el suelo, sin más dormitorio que sus tantas ropas o una frazada, abatidos por el cansancio.
“Hemos salido el miércoles por la noche”, cuenta el peregrino Iván Laurente, en la barcaza que transporta a 20 personas que cruzan el estrecho hacia San Pablo de Tiquina. “Mi hijo tenía que aprender a ser persistente”, dice mientras Fabricio, su hijo, apenas mantiene los ojos abiertos; tiene al menos 14 ampollas en los pies.
También la plaza principal de Copacabana fue copada de carpas, bicicletas y colchones de quienes llegaron desde el jueves por la noche. A las 05:30, en el Santuario ya hay medio centenar de devotos y en la capilla de velas unos diez y en la paz de las primeras horas, hacen sus pedidos.
“Muchos quieren volver a medio camino, pero si has pasado la mitad ya no se puede”, confiesa Max Escóbar, quien luego de caminar tres días sube el escarpado calvario a las 09:00. A esa hora la fiesta se vive en pleno.
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