Al visitar en el sur peruano la bella ciudad de Arequipa (declarada Patrimonio cultural de la Humanidad por la Unesco), tras recorrer las estrechas callejuelas, plazas, templos, viviendas y cementerio dentro del famoso monasterio de Santa Catalina del Sena -una ciudadela mística que abarca tres hectareas juntas- al final del trayecto hallamos la que fuera la estrecha morada de una santidad boliviana totalmente ignorada en nuestros dias hasta en su lejana tierra natal...
Sin salir de nuestro asombro, volvemos a reingresar al recinto a fin de constatar en los archivos del convento la existencia de la aludida santidad, y hojeando las amari-llentas páginas de los libros de registro, recibimos las primeras noticias fidedignas sobre ella: “Juana Arias de San José, hija de Juan Arias y de Ana María Cortona. Tomó el hábito de Santo Domingo el 15 de agosto de 1674. Profesó votos perpetuos el 6 de septiembre de 1675. Monja de velo negro. Tomó hábito a los dieciséis años. La tradición dice que llegó de Oruro cargando una cruz” (Fs. 22-22v.).
El voluminoso primer “Anuario Eclesiástico Boliviano” publicado en 1924 por el sacerdote Teodosio Saenz, que es la única fuente nacional que se ocupa del tema, señala que “Su llamamiento al claustro fue sobrenatural”. Un misionero que se halla-ba de paso por La Paz, tuvo la revelación de que debía buscarla en Oruro para que acuda al convento de Arequipa. Al entrar en la casa de sus padres en esa ciudad, les dijo que quería conocer a sus hijas, pero cuando salieron no vio entre ellas a la que el Señor le había mostrado en su visión. Al suplicar de nuevo que salieran todas, se acordaron de Juanita, la más pequeña y menospreciada de la casa. Al convocarla, el misionero la identificó de inmediato y le preguntó si tenía vocación para la vida conventual, contestando ella que mucho la deseaba pero carecía de recursos para realizar el viaje, a lo cual replicó el Padre que “esto no importaba y que si decidía ir al monasterio, el Señor le facilitaría los medios”. Y en efecto, al cumplir los quince años de edad, la jovencita hizo la promesa (en apariencia irrealizable) de llegar hasta Arequipa caminando: “mucho se rieron de esto la madre e hijas, pero Juana siguiendo los impulsos de la Gracia, emprendió el viaje”.
A su paso por el lago Titicaca, se relata que la jovencita encontró una cruz de una sola pieza: “hecha por la misma naturale-za, formada por un tronco grueso, redondo y muy pesado de 1.78 por 84 centímetros”, que la cargó en sus hombros y la condujo por sierras y desiertos a lo largo de un recorrido de no menos cien leguas. El famoso Convento de Santa Catalina, entonces reservado únicamente para la nobleza virreinal, hizo una excepción para con su humildad y sacrificio, habilitándole a trasmano una pequeña celda donde instaló la cruz y ella la cubrió en todas las paredes y el techo con pinturas de flores y plantas, en remembranza de los murales que cubren el interior del templo de su pequeño pueblo natal -la Copacabana orureña de Andamarca- al que retornaría jamás.
En su claustro, en señal de solidaridad con la pasión de Cristo, solía colgarse en la cruz que había portado, flagelándose en largas horas de oración y estricto ayuno; práctica ésta que pese a que en nuestro tiempo pueda parecer incomprensible, ella la había elegido como piadoso camino de purificación. Documentos que cursan en los archivos del monasterio, registran que “En muchas ocasiones se olvidaban de descenderla, hasta que tocaban a los actos de comunidad. Al notar su ausencia, iban a buscarla y la encontraban desma-yada”.
Estos mismos documentos, señalan que “tenía trato familiar con el Niño Jesús, quien la visitaba con frecuencia”. Así se cuenta, que un día en que se encontraba en la enfermería, lo vio pasar a toda prisa por su lado, sin que se detenga a conversar con ella: “Fue tan grande su dolor, que creyendo que había ofendido a Cristo, perdió el sentido y reventó en sangre. Se conservó por algunos años esta sangre que la enfermera recogió al acudir al soco-rro de la sierva de Dios. Cuando regresó el Niño se quejó dulcemente de su desdén y el divino Infante contestó: Cómo! ¿no que-rías que fuese a consolar a mi sierva Pau-la que lloraba mi ausencia? (Era Paula una terciaria muy virtuosa que estaba también en la enfermería, en aquellos momentos muy afligida)”.
También se afirma que “la muerte de Sor Juana, no fue causada por enfermedad al-guna, sino por amor a Dios”. Casualidad o no, al cumplir los treinta y tres años de edad, la llamada “edad de Cristo” al morir, en el preciso momento en que recibía la comunión, quedó inmóvil, hincada de rodi-llas, con los ojos abiertos y el rosario en las manos. Parecía inmersa en profunda meditación. La sacudieron, la llamaron y viendo que no respondía se cercioraron que estaba muerta. Tal como la encontra-ron, le hicieron pintar un retrato que mues-tra una expresión dulce y lozana cual si estuviera viva.
Ocurrió su muerte en el día 15 de Sep-tiembre de 1691.
Luego de algunos años, sus restos mortales fueron trasladados del cemente-rio del convento al Coro Bajo, donde repo-san en la actualidad, identificados con una placa en bronce. La cruz de Sor Juana se conserva en la pared de la escalera al Co-ro Alto, contándose que “En uno de los terremotos que hubo, no pudieron moverla dos hombres. Esto pudo verificarse como obra de un milagro con Sor Juana, porque naturalmente ella no hubiera podido mo-verla”. También, en la galería de las nota-bles de la orden figura el retrato que se le pintara a su fallecimiento, y al final del ex-tenso recorrido por el mo-nasterio la pequeña celda de la que ella fuera su úni-ca moradora, que en la ac-tualidad es el lugar más vi-sitado de todo este monu- mental conjunto arquitectó-nico.
Los méritos de Sor Jua-na Arias, fueron tales que apenas acaecería su muer-te se levantó un legajo para solicitar ante la Santa Sede su beatificación, pero las religiosas actuales nos ex-plican que el expediente nunca llegó a destino, por haberse perdido en un nau-fragio, suponiéndose en una publicación que una copia “se encuentra en el Palacio Arzobispal, Secre-taría”. Una revista de fina-les del Siglo XIX, titulada “Esperanza” se-ñala que a esta santa “La tienen en más veneración que a la misma madre Montea-gudo (Priora) del mismo monasterio, que de un día a otro será colocada en los alta-res” como en efecto sucedió hace algunos años, al ser beatificada por el papa Juan Pablo II.
Al no haber culminado satisfactoriamen-te el trámite iniciado en tiempos virreinales, sería conveniente que pasados más de cuatrocientos años la Iglesia boliviana actualice el pedido de canonización ante la Santa Sede, a fin de que pueda recibir adecuada veneración dentro del territorio nacional...
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