Hace seis meses que Daniel Moroni Bustamante (22) regresó de Perú, donde vivió dos años en calidad de misionero. Es una experiencia en la que dice haber aprendido tal vez mucho más que en todos los años de estudio, sobre todo porque aquí el reto no fue un tema de conocimientos, en los que estaba acostumbrado a destacar, sino más bien de espiritualidad. “Volver fue un gran cambio. Después de haber pasado todo ese tiempo pensando sólo en cómo ayudar a otros, fue extraño volver a buscar un empleo y retomar los estudios”, comenta.
Manifiesta que incluso sintió la ausencia de su compañero de misión, con el que, por norma, siempre debía ir a todos lados, para cumplir la tarea encomendada.
En la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, a la que asiste, los jóvenes pueden optar por un servicio de misionero a partir de los 19 años. Y así lo hizo Daniel Moroni. Presentó sus papeles y esperó que la solicitud siga los pasos previstos en la central de Estados Unidos, donde se cree que un apóstol recibe una revelación divina para definir dónde debe cumplir su misión cada uno de los postulantes.
“En Perú conocí a muchos testigos de Jehová, aprendí mucho de doctrina y también de liderazgo, pero, sobre todo, aprendí a obedecer”, dice.
Después de esto, si algo tiene por seguro este joven es que para tener la bendición de Dios hay que hacer méritos. “Es como la ley de la física: acción para que haya reacción”, explica al mejor estilo de un chico aventajado como el que siempre fue.
Daniel Moroni entró a primer curso antes de completar los 4 años y se graduó a los 14, porque su nivel era tan alto que los profesores sugerían que estaba listo para saltarse algún curso de primaria. En ajedrez también fue un campeón que representó a su natal Cochabamba y se clasificó para ir a torneos internacionales.
Vivió en Santa Cruz junto a su familia durante su niñez, hasta que su madre falleció. Entonces la familia decidió volver al valle cochabambino. “Allá sentimos por primera vez la discriminación”, comenta su padre, Iván Bustamante, porque recuerda que nadie quería reconocerle habilidades extraordinarias para el estudio, sino que hacían énfasis en que siga el curso que por edad le correspondía.
Después de graduado, ingresó en la Universidad Mayor de San Simón, donde asegura que también conoció facetas que no había visto antes. Recuerda que en los primeros días de clases, un profesor le preguntó: “Usted, niño, ¿a quién viene acompañando?”. Él respondió: “No señor, yo soy el universitario más joven, ¿acaso no me conoce?”. Fue suficiente para ganarse relaciones difíciles con al menos dos docentes, que por primera vez en su vida lo aplazaron en dos materias.
Hoy, Daniel Moroni rememora esas anécdotas con risas. Sabe que fueron parte del aprendizaje de vida. Al principio estas actitudes lo tambalearon, pero luego aprendió a sobreponerse a todo aquello. Antes de terminar la carrera se fue a cumplir como misionero y hoy, que está de regreso, está decidido a terminar las dos materias que le faltan para ser abogado.
“Ahora, con todo lo que he vivido, puedo decir que he aprendido mucho. A veces uno piensa que es perfecto, pero no... Saber mucho no es ser perfecto, esto es una batalla de toda la vida”, añade.
En su vida ahora la meta está concluir sus estudios y no perder el hilo a las lecciones aprendidas en dos años de misionero, que le servirán para toda la vida.
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