Sería fácil quedarse en la superficie. Decir que Fátima es un mero parque de atracciones religioso. Que por sus calles solo hay recuerdos made in China, estampitas impresas al por mayor o posadas cuyo mayor milagro es colgar el cartel de «aforo completo» la mayor parte del año. Quizás sea así la impresión del curioso accidental que se acerca con la capa del escepticismo. Para el devoto, en cambio, la llegada a este centro de peregrinación es el fin de una travesía soñada. El premio a un esfuerzo en el que la recompensa tiene que ver con santiguarse ante una figura y sentir de forma palpable la volatilidad de la fe.
Esa emoción lleva materializándose desde hace justo un siglo. Es el tiempo transcurrido desde que, según la leyenda, la Virgen María se les apareciera a tres pastorcillos que deambulaban con sus ovejas por esta villa portuguesa. Tuvo lugar el 13 de mayo de 1917 y se repitió a lo largo de cinco meses, hasta el mismo día de octubre. A una de ellas, Sor Lucía, la Virgen le relató tres profecías. Debía mantenerlas ocultas y rezar lo máximo posible como reparación de los pecados de la humanidad. Al episodio se le catalogó como El milagro de Fátima.
Amparados en una veracidad indemostrable, se empezó a dar forma al santuario. En 1919 se levantó la capilla. De 1928 a 1953 se construyó lo que vemos actualmente: una explanada con capacidad para 9.000 asientos, una cruz de 27 metros de altura, 15 capillas y la imponente Basílica de Nuestra Señora del Rosario. El tinglado fue creciendo hasta alzarse como el negocio que hoy señalan los paseantes incrédulos: en 2015 se registraron siete millones de visitantes de 90 países.
La cifra, prevén, ascenderá a ocho millones este año, aupada por el centenario y por la asistencia del Papa Francisco, que canonizará a los pastorcillos. Los hospedajes ya lo contemplan, hinchando sus tarifas hasta los 3.000 euros por dos noches cuando en cualquier otra fecha se sitúan en torno a los 150. Semejante abuso ha propiciado la publicación de un manifiesto Contra la acreditación del milagro de Fátima, firmado por 900 personas entre ciudadanos, antropólogos o incluso el sacerdote portugués Mário de Oliveira. Se oponen a que se siga expandiendo el «embuste» del milagro y a la participación del Papa en el «infundio».
Ninguna de estas quejas ha minado el ánimo de los peregrinos. En España, muchas congregaciones se preparan para la cita. «La excursión a Fátima no me ha cambiado la vida, pero sí me ha transformado el corazón», se lee en un grupo en la red de Santiago de Compostela. «Gracias, Madre, por el bien que me has hecho», apunta otra participante. «Lo que lo hace especial es la dedicación, el sacrificio al que se rinden los asistentes», narran dos primos de León que fueron hace años. «Se ven escenas sobrecogedoras que hacen que se te salten las lágrimas».
Todo un espectáculo que comienza en los alrededores de esta localidad a 126 kilómetros al noreste de Lisboa y con unos 10.000 vecinos fijos. La visita se distribuye entre varios puntos de interés: la Cova da Iria, donde se ubica la encina de la aparición, las casas de los pastores y, por fin, el santuario. En este trasunto de la plaza de San Pedro en el Vaticano se observan filas de devotos arrastrándose de rodillas por un pasillo central -las rodilleras se venden a cinco euros-, dádivas a la Virgen en unos bancos de velas que, más que para ofrendas, parecen servir de piras funerarias y un fervor traducido en desmayos, llantos, plegarias al aire o vigilias en silencio, rezando para convertir a los pecadores en la oración y la penitencia, como ordenó supuestamente la Virgen a los pastorcillos.
«Los caminos de peregrinación y los itinerarios religiosos se han convertido en productos turísticos a los que las autoridades dedican toda su atención. La peregrinación a pie, en bicicleta, a caballo o por cualquier otro medio de transporte no motorizado por estos caminos, ya responda a motivos religiosos, culturales o artísticos, es mucho más que un simple paseo», resume un informe de la Organización Mundial del Turismo, que estima entre 300 y 330 millones de viajeros a los enclaves religiosos de todo el mundo, con este recinto portugués y sus hoteles, restaurantes y tiendas de souvenirs como uno de los principales destinos.
Fátima pertenece a ese circuito de peregrinaciones que ha ido moldeándose al hilo de los tiempos. Para algunos, lo ha hecho acogiéndose al dictamen del mercado y olvidándose del misticismo inicial. Para otros no ha dejado de representar esa simbiosis entre viaje y llegada «similar a la del montañismo» que apunta Rebecca Solnit en su ensayo Una historia del caminar, donde añade: «Caminar hacia un destino es ganárselo, a través del trabajo y de la transformación que se producen en ese viaje. Paso a paso, con esfuerzo, las peregrinaciones permiten avanzar físicamente hacia esas metas espirituales intangibles de otro modo tan difíciles de asir. No sabemos nada sobre cómo alcanzar el perdón, la sanación o la verdad, pero sí sabemos cómo caminar de un lugar a otro, por más arduo que sea ese viaje».
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