Sabina Arce tiene 87 años, 50 de los cuales los ha dedicado a hacer coronas de plástico para vender en el Día de los Difuntos. Empezó trayéndolas desde su natal Cochabamba, pero cuando se vino a vivir a Santa Cruz, trajo consigo este oficio.
Hoy, cansada y delicada de salud, sólo mira cómo su nuera, Lidia Chávez, le heredó esta habilidad. Pero no se trata de una tarea fácil. Lidia, que empezó a hacer la primera corona a los 18 años, comienza en junio a comprar el material y se pone manos a la obra. “Lo más difícil es ensartar uno por uno los pétalos de las flores para armarlas y amarrarlas en el bejuco con alambre”, explica esta mujer, que lleva sus coronas desde el barrio La Costanera hasta el mercado La Ramada para venderlas.
Sus hijos y sobrinos le ayudan, porque a medida que se aproxima la festividad de Todos Santos y Día de los Difuntos, faltan manos. Elabora alrededor de 400 coronas y, si tiene suerte, las logra vender en dos días. Ella dice que se necesita creatividad y saber combinar los colores, pues la gente prefiere los tonos morado, negro y rojo para los difuntos mayores, y el celeste, blanco y rosado para los niños.
Sus principales clientes son gente adulta que tiene sus muertos en nichos y los que perdieron a sus seres queridos en una carretera.
A diferencia de Sabina y Lidia, Felipe, un vecino del Plan Tres Mil, se dedica a preparar masitas de todo tipo para esta festividad. El viernes finalizó su labor con la distribución de su producto en los diferentes mercados.
Martha Castro, otra vecina, se dedica desde hace 10 años a elaborar caretas o máscaras para las ‘tantawawas’, pues hay muchas familias que las prefieren. Sus máscaras las vende en cuatro, cinco y diez bolivianos la docena, todo depende del tamaño.
Es que el 2 de noviembre, Día de los Difuntos, para muchos es una fecha en que los muertos vuelven a la tierra para visitar a sus seres queridos. Cada cultura lo celebra de forma distinta, pero el objetivo es el mismo: recordar a los que ya partieron, ya sea llevándoles flores, coronas, música, ofrendas, comida, bebida o simplemente rezando por sus almas.
Es una oportunidad en la que las costumbres salen a flote. Por ejemplo, la zona andina tiene prácticas en las que destacan las comidas y bebidas, mientras que en la región oriental las celebraciones son menos pomposas. Sin embargo, ambas han perdido parte de su esencia, pero también han incluido elementos nuevos. Hay otras, como el pueblo guaraní, que no tienen templos, ídolos y tampoco imágenes para venerar, aunque se caracteriza por su gran espiritualidad.
La fiesta de Todos Santos, que tiene origen prehispánico, se denominaba Wiñay Pacha (eternidad). En esa época sacaban los cuerpos momificados de las chullpas (cadáveres enterrados en posición fetal en la zona altiplánica), se realizaban ofrendas y se compartían comidas y bebidas con los antepasados. Se conversaba sobre la vida del difunto.
En las chullpas se encontraron restos de comida y utensilios que se colocaban para que los muertos los usen en la otra vida. Dichos rituales se mantienen con la preparación de panes y comidas para compartir con la persona que se ha ido.
En las culturas quechua y aimara no existe la palabra muerte, por eso el alma, dentro de estas culturas, no muere, es eterna.
Costumbres que se arraigan
- Música. Familiares contratan grupos musicales para rememorar las canciones que le gustaban al difunto. Otros despiden a sus muertos con música al momento de enterrarlos. Es una tradición nueva que se ha extendido.
- Masas. Hay fruta seca, masitas, panqueques, caramelos en forma de animalitos, escaleras de pan, coca, chicha, instrumentos de música y ‘tantawawas’ (pan con figura de niños). Los familiares se sientan alrededor de la mesa y reciben toda la noche a visitantes, que les acompañan en su rito de recuerdo al difunto, en sus oraciones, y por supuesto comparten las comidas y bebidas.
- Rezos. Los niños acostumbran recorrer los cementerios para elevar oraciones a los difuntos o al alma de éstos a cambio de unas cuantas monedas. Algunos también reciben masitas y comida. Antiguamente se acostumbraba rezar siete padre nuestros e igual cantidad de ave- marías.
- Altares. Hay familias, como la de Maita Quispe, que con anticipación prepara cada uno de los elementos que tendrá el altar de sus difuntos. Llevan al cementerio una mesa, le colocan un mantel y encima ponen doce tipos de comidas. Todas deben ser del gusto del difunto, además los refrescos y bebidas que le gustaban. Y en la cabecera de la mesa una foto del muerto.
- Dulces. En el mercado existe una variedad de formas y colores. Se colocan en los altares, junto a las frutas secas, las ‘tantawawas’, las comidas y las bebidas. Hay en forma de cruces y animalitos.
- En los cementerios privados. A diferencia de los cementerios municipales, en los privados no se observa este tipo de ritos. Por el contrario, la mayoría de las lápidas que lleva el nombre del difunto sólo posee flores naturales o artificiales. Tampoco es frecuente ver grupos musicales rememorando las canciones de los muertos, ni chicos pidiendo elevar una oración para el alma del difunto a cambio de monedas o masitas.
La diversidad y la riqueza cultural aflora en las provincias
- Pueblo guaraní
Ellos creen en la vida después de la muerte. Según sus creencias, la muerte es un hecho natural y los conduce a una vida mejor, pero para entrar en ella deben recorrer el inframundo, donde existen muchos peligros antes de llegar a la “tierra sin mal”.
Para los guaraníes, el espíritu de sus antepasados y de sus héroes siempre vive en la comunidad, no sólo de manera simbólica, sino también real en los símbolos que utilizan. Por eso sienten que existen relaciones estrechas entre los vivos y los muertos, ya que consideran que éstos les envían alimentos, la lluvia y velan por su seguridad y los estimulan en la guerra.
Todo ese ideario hace que los guaraníes no tengan cementerios porque enterraban a sus muertos en tinajas en pleno centro de la ‘tenta’, amplio techo sin paredes que hacía de casa. Hoy ese rito ya no se practica y en las comunidades hay lugares destinados para los muertos.
Sin embargo, la tradicional fiesta de Todos Santos es una fecha poco menos que desconocida por las comunidades guaraníes. No se afanan para ir al cementerio a limpiar los nichos, llevar flores o rezar algunas oraciones a sus muertos.
“Para nosotros, la muerte es parte natural de la vida”, dice la profesora Elsa Aiyeru, nacida y criada en la comunidad de Eyti, en el gran Kaipipendi Karovaicho. “Es cierto que lloramos a nuestros muertos, pero sabemos que es un hecho natural y estamos preparados para ello”, añade.
Hasta no hace mucho tiempo, después de enterrar al difunto en pleno centro de la casa, los guaraníes lo lloraban por la mañana, con la vista al este, y por la tarde, con la vista al oeste, que es por donde se oculta el sol. Este rito duraba tres meses. “Cuando los parientes llegaban desde otros lugares, por ejemplo Argentina, los familiares que enterraron al difunto lo esperaban con llanto, hombres y mujeres, yo todavía lo viví cuando era niña”, recuerda la profesora Aireyu.
- Vallegrande
Cuentan los moradores antiguos que la fiesta de Todos Santos empezaba el 1 de noviembre y finalizaba el día 2. La gente iba al cementerio desde las primeras horas y se quedaba toda la jornada en el camposanto hasta las 18:00. El 1 de noviembre sólo se velaba a los niños, sacerdotes y monjas que estaban enterrados, pues la gente los consideraba santos.
El segundo día se velaba a los muertos desde las 4:00 hasta las 18:00 ó 19:00. No había consumo de bebidas alcohólicas porque se consideraba un delito. Las flores eran hechas en la casa de la familia del difunto, utilizando papel de colores y estañado que se sacaba de las cajetillas de cigarrillo; los alambres se recogían también con anticipación de las coronas viejas del cementerio para volverlos a utilizar, y los dolientes acudían vestidos de color negro, sobre todo las mujeres, que además incluían un mantón negro.
Ahora todo ha cambiado. Lo comercial le ha ganado a lo espiritual. Las flores ya no se hacen en la casa, se las compra. Los dolientes asisten vestidos de cualquier color al camposanto, y fuera de los cementerios está un enjambre de comerciantes ofreciendo velas, flores y agua. También están los albañiles y pintadores, así como los músicos, listos para tocar la música que le gustaba al difunto.
El escritor vallegrandino Pastor Aguilar asegura que antiguamente, en noviembre, se acostumbraba hacer los compadrazgos. Cuando una señora mandaba a una amiga o amigo una charola con una guagua de masa de pan tapadita para que la haga bautizar. De común acuerdo, fijaban hora y fecha para la fiesta con orquesta e invitados para el bautizo.
- San José de Chiquitos
El 2 de noviembre, Día de las Almas, es cuando la gente, bien temprano, se va al cementerio con ramos de flores que se colocan en las tumbas y cruces de los difuntos.
Al mediodía, el pueblo se reúne en el cementerio con bateas y canastas de masitas, galletas, bizcochos, empanadas, refrescos y botellas de mistela para hacer rezar por sus difuntos. La costumbre es que los niños y personas mayores rezan una estación con siete padrenuestros y siete avemarías, en honor del alma que se va a encomendar, para luego recibir un platillo con masitas y refrescos.
La ceremonia se cumple toda la tarde en el cementerio principal y otros que están ubicados en los alrededores de la ciudad.
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