Cuando Benedicto XVI inició la segunda visita papal a la isla, ya no había tantas expectativas más allá de las mínimas reformas que intenta el sucesor de Fidel Castro, su hermano Raúl. Las relaciones entre La Habana y Roma se han venido desarrollando con extremo cuidado. El papa Ratzinger tampoco recibió esta vez a los disidentes, mientras que la policía secreta del régimen detenía a cientos de ellos para evitar que las manifestaciones populares se multiplicaran.
La excusa principal que usan los hermanos Castro para justificar la larga perduración de su imperio en Cuba es el embargo norteamericano de la isla, una medida que, apoyada por muchos de los anticastristas que dominan la vida política de Miami, lleva tantos años de vigencia como el comunismo castrista, es decir, más de medio siglo. Tanto los Castro como el Papa son octogenarios. ¿Son acaso los últimos testigos de un tiempo destinado a pasar o son, al contrario, la encarnación misma del inmovilismo?
Hay dos maneras de pensar esta enervante perspectiva. Una es advertir que, salvo algunos toques de maquillaje destinados al consumo de los ingenuos, los déspotas cubanos no tienen ni han tenido nunca la intención de cambiar. Cuba es una isla, por lo tanto prácticamente inmune a las influencias de fronteras afuera, sobre todo desde que, después del fracaso de la invasión anticastrista de la Bahía de los Cochinos en 1962, el acuerdo entre John Kennedy y Nikita Kruschev para superar la famosa crisis de los cohetes misilísticos instalados en la isla que puso el mundo al borde de una guerra nuclear en 1962, Moscú retiró sus misiles de la isla y Washington se comprometió a no invadirla. Además de este cerrojo que lo protegía desde afuera, el régimen de los Castro liquidó "físicamente" a todos sus opositores, confirmando una vez más que, cuanto más feroz es una dictadura, menores son las posibilidades de removerla por la fuerza.
¿Es entonces Cuba irrecuperable? Contra esta hipótesis desalentadora, hay quienes sostienen que no es que no haya en absoluto cambios en ella porque algunos cambios ocurren pero, eso sí, a la velocidad de un caracol. Algo similar podría estar ocurriendo hoy con la lentísima evolución de la China comunista, en su perezosa marcha hacia el capitalismo y, quizás, hacia la democracia.
Es que hay dos ritmos en la historia. Uno, el ritmo nervioso de los cortos plazos electorales de las democracias occidentales. Otro, el ritmo cansino que también acaece pero que se cuenta en décadas y hasta en siglos. Por eso la Iglesia, experta en esta otra clase de cambios de largo alcance, extiende su paciencia milenaria hacia Cuba como lo hizo en su tiempo ante la aparentemente monolítica Unión Soviética hasta que llegó el momento en cual el propio Juan Pablo II pudo acelerar su caída. ¿Bastará este argumento tomado de la historia pero inadecuado al ritmo vertiginoso de las democracias, para que una mínima luz de esperanza aquiete la comprensible impaciencia de todos aquellos que ansían vivir el día en que se repita en La Habana la explosión de la libertad que iluminó a Berlín en el año admirable de 1989?
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