miércoles, 14 de septiembre de 2016

POTOSÍ Y EL CRISTO DE LA VERA CRUZ

No es ninguna novedad que la ilustre y colonial ciudad de Potosí, siempre célebre monumento histórico de la América indo hispana, con reliquias del todo apreciables, tesoros artísticos e imponente arquitectura de sus templos y conventos, haya sido declarada con méritos sobrados por la Unesco: “Patrimonio de la Humanidad”. Y no es menos cierto que la Villa Imperial de Potosí haya sido privilegiada con el Cristo más portentoso de toda América, como es el milagroso “Señor de la Vera Cruz”.
Fue voluntad de los conquistadores españoles que en las inhóspitas alturas del Potosí, floreciese una población ávida de fortuna. Hombres dispuestos a luchar con los elementos más adversos de la naturaleza, hombres que se dieron a la tarea de edificar viviendas sobre ciénaga y represar en más de 14 leguas de extensión de la cordilleras del Kari-Kari, seis millones de toneladas cúbicas de agua que corría por la famosa ribera para el trabajo de algo más de 130 ingenios mineros y el sustento de más de 160.000 habitantes.
Naturalmente el cerro “monstruo de riqueza” fue el incentivo para aquellos que atravesando el océano, se establecieran en este dominio de cóndores.
“Si hiciéramos la historia de este rico y fabuloso mineral –dice el notable cronista Vicente G. Quesada, refiriéndose al Cerro Rico- tendríamos que trazar la de todas las pasiones humanas al pálido reflejo de los metales fundidos de sus minas”.
En Potosí echó raíces la avaricia con su deformidad degradante; también estuvo el orgullo con su arrogancia detestable; se asentó la envidia con sus enfermizos caracteres; acá estuvo la vanidad henchida de puerilidades, y no faltó el amor bajo todas las formas. Tampoco estuvo ausente el odio preñado de tempestades; la lujuria que fue transformando al hombre en feria sedienta de lúbricos goces.
Acá estuvo igualmente la ambición con sus punzantes inquietudes; los celos arrastrándose en el fango hasta llegar al crimen; el miedo que engendraba a veces la cobardía y la ruindad. En Potosí se asentó la gula, la embriaguez y el juego en todas sus modalidades con impregnación de pasiones extremas, estimuladas por la fiebre de adquirir mayor fortuna en las minas del Cerro Hermoso.
De esta manera, el hombre lobo de sí mismo, pasaba las horas desenfrenadamente, perforando la montaña de plata, extrayendo de ella el metal codiciado, atento sólo en su concupiscencia a satisfacer las exigencias materiales; más el Supremo Creador en su infinita misericordia, no quiso que el alma se perdiese y, una mañana del año 1550 apareció en las puertas del templo de San Antonio de Pádua (San Francisco de Potosí), “aquel portento de maravillas”, ”aquel asombro de milagros”, el “Señor de la Vera Cruz” que hoy, después de haber concedido infinitas mercedes a sus fieles devotos, se muestra radiante de belleza escultural como hace 466 años atrás.
España, que fue siempre católica y por consiguiente cristiana, nos trajo junto con el pendón de Castilla, la cruz del redentor del mundo como emblema de paz, amor y fe, motivando a que los primeros misioneros llegados a las faldas del Cerro Rico, levantasen el primer templo dedicado al Señor Dios del Universo.
En todo caso, el descubrimiento de la plata en el Sumac Orcko, dio lugar para que los aventureros españoles de mitad del siglo XVI, desenfundaran sus espadas, doblaran rodillas y clavaran en suelo mineralizado, la cruz como símbolo representativo de Jesucristo y la Iglesia Católica. Más cuando esta tierra dio real albergue al hombre y, cuando los poderosos caballeros firmaron el acta de posesión del Cerro Rico en 1545, nadie había pensado que cinco años después habrían de doblarse otra vez, aquellas y otras rodillas humanas frente a la escultura de un gran crucifijo llamado “Señor de la Vera Cruz”.
En los primeros cinco años de existencia de la Villa Imperial de Carlos V, el florecimiento de esta ciudad había llegado ya a los lindes de lo fastuoso a la vez que de la destemplanza, de la insensatez y del hartazgo. Las cajas fiscales y privadas hallábanse pletóricas del metal blanco.
La gente no sabía en qué gastar tanta riqueza que salía incontrolablemente de la montaña de plata. Sus pecaminosos hábitos, arrastraban hacia lo discrecional. Las pasiones y el refinado placer de sus bacanales afiebraban la ciudad y la entregaban al imperio del vicio en todas sus manifestaciones y con todas sus consecuencias.
Había satanismo y exceso en el juego de las pasiones humanas. ¿Quién había de remediar todo ello..? Únicamente el Hacedor del universo, enviando a la imagen de su Hijo en talla escultural y puesta a la regencia de los padres franciscanos de Potosí.
Es cierto que en 1545, el hombre quedó asombrado con el hallazgo más grande que la naturaleza obsequió a Potosí, traducido en el tesoro argentífero más grande del mundo. También es cierto que para ese mismo hombre, hubo mayor asombro en 1550 con la aparición del Cristo de la Vera Cruz, cuando el primer caserío convertido en campamento minero y el campamento en ciudad, ésta se vio fortificada con la presencia de la magnífica escultura religiosa que representaba al Hijo de Dios en la cruz.
En todo caso, la presencia del portentoso Cristo, ablandó la codicia de la gente, encendiendo en ella la fe. ¿De dónde vino y quien lo mandó? Es cosa que ha quedado por siempre en los arcanos del misterio. Milagro o no, pero llegó oportunamente para apaciguar tantos espíritus atribulados, arrepentidos por el exceso de sus desmanes, abatidos por la influencia de la sombra maléfica para reprimir el desenfreno y, procurar el orden. De ahí el culto a la imagen sagrada; ¡la veneración hecha fervor; la fe del creyente volcada a los pies del Cristo admirable en demanda de misericordia!

MAGNIFICENCIA DEL CRISTO DE LA VERA CRUZ
Considerando que la montaña eterna del gran Potosí, ha generado y continúa generando inagotable riqueza minera desde que fuera descubierta la primera veta de plata, igualmente la efigie del Cristo de la Vera Cruz, a partir de 1550 ha ido minando en el corazón de los hombres, la fe hacia el supremo creador del universo.
Los mitayos que sufrían las crueldades de sus patrones forasteros, encontraban pronto alivio al pie de esta milagrosa imagen que en veces fue llamada “Señor de los Desamparados”.
La gigantesca mole de plata, a más de constituirse en símbolo de riqueza permanente, tanto en lo económico así como en lo cultural, dio lugar a que muchos artistas connotados y de fuste, lo hayan trasladado al lienzo de las maravillas en sugestivas y expresivas pinturas.
Lo propio ocurrió con la magnífica escultura del Cristo de la Vera Cruz, cuya imagen de grandeza espiritual fue llevada a telas de lino o cáñamo por destacados pintores de la colonia y la república. Y no solo eso, hubieron escultores que copiaron los caracteres de arte del Cristo Señor de la Vera Cruz para otras efigies que fueran consagradas y veneradas en otros templos de la Iglesia Católica, tal como se tiene en el altar privilegiado del templo de San Francisco de la ciudad de La Paz; igualmente, poco tiempo atrás, se esculpió otra imagen religiosa en advocación al Cristo de la Vera Cruz que fue bendecida y alabada en el pueblo de Monteagudo, provincia Hernando Siles Reyes del Departamento de Chuquisaca.
La Villa Imperial de Potosí tiene el privilegio de tener a sus pies a esa inigualable escultura del Cristo de la Vera Cruz que viéndosela de cerca, se puede admirar con detalle el cuerpo maltratado por los castigos que soportó, las vértebras que sobresalen en los costados, las venas y la herida profunda del costado derecho sangrante.
Todo el cuerpo tiene color aceitunado con manchas de sangre que cayeron de la cabeza, más la corona de espinas que se muestra de frente, por debajo de la aureola argentífera. En su artístico rostro crece su barba canosa y cae de su cabeza una cabellera natural. Tiene los ojos cerrados y labios con frescura de saliva teñida de sangre. A veces su frente se humedece de sudor. ¡Cuántas veces exhaló de los poros de su cuerpo un fresco sudor y rodaron por sus mejillas lágrimas cristalinas!
Los dedos de sus manos están algo encorvados a raíz de los clavos que muestra en las palmas de esas manos con brazos extendidos en el maderamen de la cruz que soporta el peso de esta grandiosa imagen divina. Hoy en día su altar se halla cuajado de cirios y tulipanes rojos y blancos por voluntad de sus devotos. Es el sitio donde hay mayor resplandor de luz y donde se impone religioso recogimiento y respeto.
En épocas pasadas de la Villa Imperial, muchos de los vecinos al templo antoniano, conmovíanse cuando la campana mayor de la torre franciscana, dejaba escuchar su sonido broncíneo a las seis de la tarde de todos los días. Por separado y antes de ahora, los transeúntes que cruzaban por el portal del templo, deteníanse por unos segundos, se destocaban y se arrodillaban orando con respeto y devoción.
En síntesis, el espíritu de aquella imagen de Jesús muerto en la cruz, flota sobre el ambiente de la ciudad, 'extiende sus brazos para todas las familias del mundo..!

*Presidente de la Sociedad Geográfica y de Historia Potosí

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